Una historia incierta
Debajo de mi ciudad hay una playa. Es verdad, no como aquel eslogan parisino. Aquí hubo un tiempo en el que todo fue arena, y ahí sigue, en las raíces de los edificios, bajo las carreteras.
Cuentan que los primeros europeos que se instalaron en estas arenas fueron unos monjes mallorquines, autores de una desaparecida ermita en honor a Santa Catalina, una imagen que pisa la cabeza de un “bárbaro”, un no cristiano, de un diferente. Daban pistas de cuáles eran sus planes por estos lares.
Juan Rejón (La Carretera) llegó cien años más tarde por la bahía de Las Isletas y tuvo que atravesar las dunas hasta llegar al barranco Guiniguada, donde fundaron el Real de Las Palmas. Incursión a incursión, acorralaron, asesinaron y esclavizaron a la población aborigen hasta hacerse con el control de la isla.

Años más tarde, por la otra orilla desembarcaron militares holandeses que atravesaron las mismas dunas. Esta vez para arrasar la ciudad con intención de perjudicar el comercio con Las Américas. Los castellanos solo pudieron parar a los de Van der Does cuando ya se adentraban en las medianías.
Algo similar intentaron los corsarios ingleses Drake y Haw-kins, aunque con menos éxito. De todas formas, las empresas británicas lograron dominar el comercio marítimo de la ciudad unos siglos más tarde. Ocurría al amparo del Puerto de La Luz, construido a finales del XIX al otro lado de los arenales. Por sus diques arribaron también los primeros turistas europeos.
Fueron británicos los primeros en urbanizar la arena. Construyeron sus chalés en medio de la nada, entre la ciudad vieja y el nuevo barrio de La Isleta, poblado por familias trabajadoras atraídas por la construcción y el trabajo en el puerto.
Poco a poco desaparecieron las dunas, ocupadas primero por las clases más pudientes y, en los márgenes, por clases medias con ansias de aparentar. Para el populacho quedaron los riscos, las pendientes de La Isleta, San José, San Nicolás y los demás barrios altos, levantados a base de autoconstrucción solidaria, a golpe de echar techos con asaderos. También con viviendas sociales para las familias más vulnerables.

Si a finales del XIX aún había mareas que obligaban a cruzar el istmo a remo, un siglo más tarde ese mismo punto geográfico estaba ya atravesado por al menos seis calles, algunas con más de cuatro carriles. Donde antes rompían las olas, ahora dominan centros comerciales, hoteles, acuarios… y se avecinan talleres de yates, scalextric imposibles y otras arrogancias urbanísticas.
La arena quedó en unos pocos bordes. El resto, puro cemento.
En los sesenta del siglo pasado se abrió la veda en toda la isla. Allí donde había arena se levantaban edificios de apartamentos, hoteles y centros comerciales. Y hasta esos rincones se desplazaban a trabajar las poblaciones de las medianías, pues ya apenas quedaban plátanos ni tomates que cultivar ni empaquetar. Ahora, con suerte, un pizco tierra para la casa. El resto, todo de afuera.
No tardó en agotarse. Pronto se quedaron sin playas que acorralar, pero no les pareció suficiente. Trajeron arenas del continente para cubrir pedregales en la desembocadura de barrancos para lo mismo, para volver a acorralarlas con cemento y piche.
Claro que, unas cuantas veces al año, con la complicidad de los alisios, se impone la calima. Vuelve la arena libre, convertida en nube para cubrirlo todo de nuevo, viene reclamando lo que es suyo.