Una mirada al trabajo sobre masculinidades y una propuesta promiscua
Artículo publicado en Masculinidades en demolición, blog de El Salto https://www.elsaltodiario.com/masculinidad-en-demolicion/que-estamos-haciendo
Javier Lópex
Ojalá me equivoque, pero sospecho que estas líneas solo serán leídas por quienes ya
andan repensando las masculinidades, las suyas o las ajenas. Y es precisamente eso lo
que me preocupa y ocupa en ordenar interrogantes y temores sobre qué, cómo y para qué estamos abordando esta tarea. Sin cuestionar el horizonte, convencido de que todas las
personas que se implican en este trabajo, incluido quien suscribe, lo hacemos desde la
mejor de las intenciones, aportando tiempo, confianza, energías y propuestas en favor de
una sociedad más igualitaria. Con todo, porque el voluntarismo no basta, echar un vistazo a los caminos que recorremos puede proporcionarnos cierta perspectiva de los rumbos que
llevamos, de los encuentros y desencuentros, de los avances y contradicciones.
Desde los años 70 comenzó a teorizarse sobre masculinidades pero, como sabemos, en
sus orígenes la motivación fue más reaccionaria, de hombres que se sentían amenazados
por las conquistas de derechos de las mujeres, más que por el interés en comprender sus
causas y efectos con perspectiva de género. Mucho se ha escrito desde entonces. No en
vano el mundo de lo racional ha sido históricamente asignado a los hombres, lo que lo
convierte en un espacio confortable donde acomodarnos. Desde el ámbito discursivo
podemos sentirnos seguros, sin que ello signifique necesariamente más que eso: la
construcción de un relato acorde a un nuevo paradigma. Podemos mirarnos los pies de
barro sin mover un dedo para agrietarlos. Desde lo meramente descriptivo.
Esta intelectualización toma posiciones poco a poco en la academia, donde los estudios
sobre masculinidades van ocupando aulas, despachos, titulaciones. Llama la atención la
proliferación de publicaciones pero, más aún, su repercusión mediática, sobre todo si las
comparamos con los miles de ensayos e investigaciones feministas desarrolladas durante
décadas por mujeres que guardan el silencio de las justas. ¿Estaremos reproduciendo
modus operandis?
Se ponen de moda también, y lo vivo en primera persona, los talleres de sensibilización y
formaciones sobre masculinidades en distintos ámbitos: educativos, juveniles, familiares,
institucionales, empresariales. Al desfile de talleristas de igualdad, violencia de género,
lgtbiq…, nos sumamos ahora los de masculinidades. Actividades puntuales que no se
instalan de forma transversal y coherente en los currículos. Que ni siquiera son abordadas
transversalmente entre sí mismas pues, resulta evidente, estamos hablando de lo mismo:
sexo, género, orientación sexual y su repercusión en la convivencia y el desarrollo de las
personas.
Parece que hayamos conquistado un stand en las ferias de igualdad, un departamento
estanco, que no crea vínculos y sinergias. Tarea pendiente.
El esencialismo que no cesa
Una lógica de segmentación de las realidades que se palpa en el discurso mayoritario de
masculinidades, centrado en hombres cisgénero, heteros, blancos, de clase media,
universitarios que superan la treintena y andan enredados recientemente con las
paternidades. ¿Y el resto de masculinidades? Más allá de seguir apoltronados en el
esencialismo eurocéntrico, exportando matrices y conceptos descontextualizados, sin
atender al ser “situado”, chirría particularmente que el debate sobre masculinidades no
haga suyas las agendas de hombres gays, trans… ¿Será que no acabamos de sacudirnos
la homofobia, tan machirula ella, que a los no-heteros se les sigue considerando menos
hombres o directamente se les saca de la categoría? ¿Abordamos las violencias
lgtbiqfóbicas – ejercidas mayoritariamente por hombres cis de rol hetero- como parte del
problema de la masculinidad hegemónica o lo dejamos en manos de quienes las padecen?
Puestos a segregar, hay quienes apuestan por abordar estos trabajos individualmente, de
forma introspectiva, reencontrándose con la naturaleza o su niño interior. También en
grupos solo de hombres, donde analizan los efectos, daños y culpas relacionados con su
socialización masculina bajo el patriarcado. En ocasiones se les escucha asumiendo una
culpa ancestral, una suerte de pecado original por haber nacido con pene. Otras, en
cambio, el discurso resuena autocomplaciente, incluso exculpatorio. Sobrevuela un peligro
autorreferencial, ombliguista: ¿Hasta qué punto profundizamos así en el binarismo, en la
diferencia y la dicotomía de roles? ¿Bastará con cambiar de apellido a la masculinidad o
quizás crear otra forma hegemónica de ser hombre? Si queremos construir una sociedad en
la que convivamos igualitariamente todas las personas, más allá de nuestros cuerpos e
identidades, ¿no deberíamos diseñarlo y construirlo entre todas, escuchando todas las
voces?
Mantenemos el eterno debate entre las vías personalistas frente a miradas más sociales y
políticas. ¿El cambio personal es suficiente, generará el efecto dominó esperado o el
patriarcado está enraizado en las estructuras sociales y de poder, tanto que sin cambiar a
éstas no habrá avance posible? ¿Podemos modificar el modelo de hombre hegemónico sin
acabar con la utilidad del sexismo para el marco socioeconómico en el que nos
relacionamos? ¿Podemos deconstruir la masculinidad sin desmontar el capitalismo? ¿Y
vicecersa? Las propuestas feministas pasan por poner la vida, a las personas, sus
necesidades y cuidados en el centro de la economía, del urbanismo, de las políticas, ¿es
compatible con el capitalismo depredador, capacitista, competitivo, meritocrático?
Hombres que ejercen violencia
Hay algo que retumba del enfoque mayoritario en el trabajo con hombres que ejercen
violencia, al menos en las metodologías del Norte global. Del feminismo aprendimos que el
género es un constructo cultural que determina el reparto desigual de poder en función del
sexo biológico repartido de forma binarista, los roles y formas de estar en el mundo. En esta
división, a los varones nos toca la obligación de ocultar la vulnerabilidad a cualquier precio,
la obligación de éxito y la legitimación del uso de la violencia. Basándose en esto, el
feminismo argumentó desde siempre que no se trata de casos aislados de hombres que
pierden la cabeza en un momento concreto, tampoco de una enfermedad mental, sino del
producto de la educación sexista. En cambio, se generalizan las intervenciones
terapéuticas, como si se tratara de un problema de comportamiento individual. ¿La solución
es psicológica?, ¿exclusivamente? Si el género es un constructo cultural que se asimila a través de la socialización, de la educación formal e informal, ¿no habría que abordar sus
consecuencias también desde esos ámbitos?
Por otra parte, ¿nos estaremos lavando las manos como sociedad al tratarlos como
enfermos o delincuentes particulares? ¿Podemos resolver el problema sin abordarlo en las
comunidades en las que socializan?
Por su parte, las tecnologías y sus redes generan sensaciones de comunidad no siempre
reales. Cualquiera puede sentir que difunde un discurso y que repercute en un público
amplio, sin percatarse del espejismo de los algoritmos, esos que nos muestran y relacionan
con quienes comparten nuestros gustos y hablan de los mismos temas. Más allá de los
estilos comunicativos, de la adecuación de los mensajes y soportes a los públicos objetivos,
en ocasiones constatamos que siempre estamos los mismos, incluso con la globalización de
las formaciones online y webinar durante y después de la pandemia.
La propuesta promiscua
No cuestiono la utilidad de cada una de las líneas expuestas. Mucho menos pretendo
sustituirlas por otras, por ninguna otra pócima mágica de la que posea el copyright. Mi
invitación es más promiscua, a que nos mezclemos y contaminemos unos con otros y otras
y otres. Lo que realmente me preocupa es el espíritu quijotesco, tan masculino él. Pillar un
estandarte y reivindicarse en posesión de la receta, de la verdad, levantando murallas y
remilgos para no compartir ni cruzar otras rutas, por mucho que rememos hacia el mismo
horizonte.
Es evidente que necesitamos teoría, dar forma y estructura al pensamiento, generar
debates. Que éste se desarrolle también en la academia, en las universidades, aporta
ciertas garantías. Pero esta no debe caminar sola, en la burbuja de las aulas y los
despachos, creando argots ininteligibles para la mayoría, por mucho que necesite reforzar
su autoestima de disciplina consolidada (que en absoluto es ni debe ser independiente,
pues entierra sus raíces en el feminismo, en los abundantes estudios de género).
Llamamos hegemónica a la masculinidad dominante en el imaginario colectivo. La
naturalizamos y reproducimos, legitimando relaciones de poder desiguales y
discriminatorias, generando mucho daño y frustraciones por donde pasa. Desnaturalizar el
machismo, sacarlo del sentido común supondrá también una batalla cultural, una ingente
labor pedagógica que los discursos elocuentes y las palabras polisílabas no facilitan.
Necesitamos relatos atractivos, especialmente para los hombres a quienes pretendamos
convencer de las bondades de la igualdad, también para ellos.
Y claro que es importante que nuestros comportamientos individuales cambien, que sean
coherentes con los discursos, aunque solo fuera por una cuestión de credibilidad. Pero si no
abordamos las desigualdades en los entornos comunitarios que las reproducen, en las
culturas organizativas que las sostienen, en las relaciones económicas, en la división
sexista de los cuidados y los trabajos remunerados, el poder, la política… No tendrá mayor
proyección ni trascendencia. Del mismo modo, incluirlo exclusivamente en el programa
político sin interiorizarlo, sin incorporarlo (in-corporarlo, meterlo en nuestros cuerpos y
nuestras vidas), tampoco dará resultados. No estoy inventando la dialéctica, pero en
ocasiones parece que la ignoramos.
No seré yo quien desoiga los aportes de la psicología, que son muchos y valiosos, pero
ampliar las disciplinas de análisis e intervención (pedagogía, sociología, antropología…),
estoy convencido, incrementarán notablemente las posibilidades de éxito en esta ambiciosa
tarea.
La confluencia debe ser horizontal y respetuosa con todas las realidades. Que nadie se
apodere del megáfono que no le corresponde, que cada cual hable y aporte desde su
realidad pero con visión global. Dejemos de construir más departamentos estanco.
Bueno es también que las instituciones amplíen la mirada hacia los hombres al intervenir en
favor de la igualdad, pero no olvidemos que la vida está en la calle y el papel que en esta
juega la sociedad civil, por salud democrática también.
En resumen, más promiscuidad, más trabajo en red y sinergias. Si hemos constatado que la
masculinidad hegemónica y las discriminaciones sexistas actúan en todos los rincones en
los que nos relacionamos (público, privado, entre mujeres, entre hombres y mujeres, entre
hombres, incluso en soledad), resulta iluso creer que llegaremos a todos esos espacios por
un único camino, por mucho que nos parezca una autopista de cuatro carriles. Los atajos no
existen. Tampoco las recetas mágicas, pues ninguna vale para todas las personas,
contextos y momentos.